martes, 27 de agosto de 2013

Analistas Militantes

I.


En un diálogo con Deleuze en 1972 Foucault sentenció que los intelectuales habían finalmente descubierto que las masas no los necesitaban para saber; que “ellas sabían perfectamente, claramente, mucho mejor que ellos”.
Se derrumbaba con esta sentencia el ideal del “intelectual orgánico” que signó gran parte del pensamiento -principalmente el de izquierda-  durante el siglo XX. Se trata de una cuestión secular porque la de 1917 había sido una revolución particular: lo que se plantearon los rusos fue llevar la teoría a la práctica, es decir, la direccionalidad se ejercía desde el ámbito del pensamiento hacia el ámbito de la praxis de manera manifiesta, había que llevar los principios marxistas -atravesados por la mirada leninista- al ámbito de la política. En ese esquema el intelectual -aquél que podía hacer la exégesis correcta de los textos- tenía un papel guiador de las masas. Paradójicamente, allí donde se instalaba el pensamiento materialista, se filtraba el idealismo platónico: el intelectual era una especie de “filósofo rey”, aquél que había visitado el mundo de la Verdad y que, vuelto a la caverna, tenía que tomar de la mano a las masas iletradas para conducirlas a su destino liberador.
De ahí en más, y sobre todo hasta 1989, se vivió un período en que intelectualidad, izquierda y militancia fueron tres conceptos en tensión, sobre todo durante las décadas del sesenta y del setenta en Latinoamérica.


II.


Sarlo habla aquí de las bases culturales del kirchnerismo de izquierda, algo expresado también por @SoyPuri: el kirchnerismo progresista tiene raíces comunistas en sus prácticas, discursos y modos de hacer política. Adscribiendo a esa tesis, no parece extraño que se vuelva a reeditar la discusión “militancia” vs. “análisis político”. Se reedita, además, con sorprendentes similitudes. En primer lugar, la crítica del “militante” Selci al “analista” Rodríguez se ejerce desde el locus de izquierda. A esta altura de la historia, consideramos que la izquierda es tan sólo una posición estética, consiste en la necesidad de ciertos sujetos de adoptar los caracteres legitimados como “de izquierda” para agradar al público políticamente correcto, en la nota de Selci existen marcas muy claras de esta postura: el rechazo a un supuesto “conservadurismo” en cualquiera de sus formas, la referencia obligada a “los treinta mil desaparecidos”, la retórica de “la lucha contra los poderes fácticos” (preguntamos: ¿de qué poderes fácticos nos habla Selci? ¿es posible la política sin “poderes fácticos”? ¿qué es el kirchnerismo sino un poder “fáctico”?). En segundo lugar, la importancia que se le atribuye a la praxis por sobre el pensamiento; dice Selci: “lo lamentable, por cierto, no estriba en el hecho de que ciertas personas escriban en lugar de actuar, sino de que escriban abandonando la posición militante”. Como si el abandono fuera un pecado mortal, una infidelidad a un contrato adquirido anteriormente. Y también, como si la praxis se igualara a revolución y el pensamiento libre a conservadurismo. Categorías ya conocidas, utilizadas y reutilizadas desde hace décadas.
Selci, que pareciera escudarse en la combinación de militancia y análisis como virtud personal suya, termina lamentándose de tener que volver a la notas de Morales Solá en La Nación, como si se tratara de la referencia de derecha que guía a la izquierda, por oposición.


III.


En nuestra perspectiva, este problema del “analista político” tiene tres dimensiones importantes: una es la pregunta por a quiénes se dirige su discurso; ya que el intelectual, por definición, se dedica exclusivamente a hacer discursos. Algo que deberíamos haber aprendido del fin de las experiencias socialistas y de la crítica a la figura del intelectual orgánico es que el discurso intelectual no puede ser masivo, como dice Sarlo aquí “si llega a muchos, llega todo mal”, porque además, y como dice Foucault, las masas no necesitan al intelectual para saber, se dedican, simplemente, a universos diferentes.
La otra dimensión es cuál es la relación que los analistas establecen con los acontecimientos políticos, o si se quiere, con las adscripciones ideológicas. Hay numerosos casos en que esta relación se tensa de tal modo que algunos quedan en el dogma (acusados de no ser más intelectuales) y otros quedan en la detracción (acusados de traidores). El problema con el dogmatismo es que nos impide ver los grises, una vez terminado el mundo bipolar, pareciera que los blancos y negros ya no nos permiten analizar la realidad de manera más inteligente, y la inteligencia es lo que, en última instancia, hace al éxito del intelectual.

Hay una última dimensión que se relaciona con las dos primeras: es la del poder que genera el discurso del intelectual. Porque si bien es cierto que en la actualidad -pero también a lo largo de toda la historia humana- el discurso intelectual le llega a poca gente (lo que es decir: no define nada políticamente),  no puede negarse que cuando los intelectuales escriben, saben que lo hacen con determinada intencionalidad y que hay algo de su escritura que se pondrá en juego en la realpolitik a nivel simbólico. La vieja generación (Sarlo, González, Verbitsky) lo saben, y también la nueva generación (Rodríguez, Schmidt, y el resto de los blogueros). Pero que estos escritores sean conscientes de los presupuestos políticos que se ponen en juego en su escritura, no quiere decir que no sepan también que lo suyo es una tarea fructífera si se animan a pensar más allá de sus tradiciones heredadas.

1 comentario:

  1. Desde lo del Turco, vi luz y entré. De curioso,Con el rabillo -baqueano en no mirar a la Sophia a los ojos- percibí el anhelo, en las primeras líneas, de evitar el lugar común de hacer poesía, del dictado prosaico de una glándula. Será cuestión de seguir curioseando el pathos, esperando no hallar a su mal gemelo. Mis respetos

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