sábado, 7 de enero de 2017

Piglia escritor


Cuando leí a Piglia por primera vez no lo entendí. Tenía 17 años y la profesora de literatura del colegio nos había hecho leer Respiración Artificial, una novela que -después descubriría- fue mucho más comentada que leída. De su escritura solo recordaba que un mismo párrafo podía contener varias voces pero ningún signo que marcara el cambio de narrador, lo que requería un esfuerzo de concentración en la lectura. Quizás por esto mismo esa manera de escribir era mi único recuerdo de Piglia (¿Sería una cita a Faulkner? Después leería en sus cuadernos que estaba obsesionado con el gran escritor estadounidense, por lo que me puse a leer The sound and the fury en inglés. Fue una batalla perdida, tampoco entendí a Faulkner, pero al menos encontré allí un antecedente temprano de esos esquivos cambios de voz).

Diez años más tarde releí esa novela que fue emblemática de la década que le siguió al año de su publicación: 1980. Fue, para mí, un sobresalto. No sólo comprendía ahora las múltiples referencias de su historia, sino que podía apreciar la manera en que estaba escrita: Piglia escribía excepcionalmente bien. Lo que yo ahora encontraba en Respiración Artificial no era esa ‘historia sobre la dictadura militar’ que la mayoría de los críticos vieron, sino la historia de Piglia y sus colegas ante la desilusión que significó la caída de las utopías en los albores de la dictadura del 76 y la de su encierro en lo que se llamó el ‘exilio interno’ en Argentina.[1] Es decir, yo no creía que esa novela describiera nada de la dictadura, sino que en ella estaban condensados los pensamientos de Piglia, sus recuerdos familiares, las nuevas ideas que adquirió en un momento en que no se podía hacer nada más que leer y pensar. Por eso la primera parte de la novela versa sobre la historia argentina, transformada en relato familiar (Piglia, que siempre quiso ser escritor y dedicó su vida a construir esa imagen de escritor, no estudió letras sino historia, justamente porque pensaba que las letras le impedirían cumplir ese destino).
De los muchísimos análisis que hay sobre Respiración Artificial, sólo el de Halperín Donghi salía al rescate de mi idea. Con expresiones difíciles pero asombrosamente sintéticas Halperín sostenía que la novela de Piglia no ofrecía claves para entender ‘el desenlace particularmente atroz de la crisis argentina’ (refiriéndose a la dictadura), sino que en ella se buscaba ‘el sentido de la experiencia de vivir ese desenlace, tal como ella es sufrida por un integrante de un grupo que se ve a sí mismo como vanguardia intelectual.’ ¿Cómo no sentirse vanguardia intelectual habiendo ganado el premio de la Casa de las Américas -que en ese momento significaba el mayor de los reconocimientos- a los 26 años? ¿O habiendo establecido una amistad personal e intelectual con David Viñas y otros contornistas? ¿O siendo uno de los editores principales de Los Libros, una de las revistas más importantes de la Argentina de los sesentas con solo 30 años? La dictadura echó por tierra esa red de intelectuales vanguardistas que luego se dispersaron por el mundo durante los años oscuros. ‘Somos como la generación del 37, perdidos en la diáspora’ se lee en una de las cartas que aparecen transcritas en Respiración Artificial, una frase que podría haber sido extraída literalmente de la correspondencia entre Piglia y su amigo José Sazbón, exiliado en Venezuela.
Leí recientemente el comienzo de Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices, la segunda entrega de los cuadernos de Piglia, editados cuidadosamente por él y tan esperados por los críticos piglianos que sabían de la existencia de los mismos. Allí, en las palabras introductorias del escritor que vuelve a los sucesos de su juventud, se lee ‘La gran incógnita, la pregunta que me acompaña estas semanas dedicadas a transcribir mis cuadernos, a dictar mis diarios y pasarlos, como se dice, en limpio, fue ver en qué momento la vida personal se cruzó o fue interceptada por la política.’ Sin embargo, más que una preocupación reciente, creo que la poética de Piglia estuvo siempre definida por esta obsesión con el cruce de la historia personal y la historia sin más. También, Piglia, cuando mejor lo hizo, escribió sobre él mismo.
Quizás deba hacer falta aquí una aclaración, hay quienes creen que todo hecho es narrable y que entonces la división entre ficción y realidad es superflua. Piglia se burlaba borgianamente de aquellos que creían en la separación de sendas categorías. García Canclini alguna vez dijo que Piglia era quien mejor ejercía, después de Borges, ‘la tarea de ficcionalizar las historias personales’ en sus entrevistas.
De modo que Piglia se nos escapa, nos expone los detalles de su vida personal, pero bajo una forma que es siempre literaria, nos introduce en su mundo bajo la opacidad de su lenguaje y de su ironía. A Piglia le encantaba lo falso, así empezó su vida literaria, al escribir hacia 1975 el cuento ‘Luba’, que le atribuyó apócrifamente a Artl. En 1981 le escribió a José Sazbón: ‘¿Me podrás creer si te digo que en la biblioteca de la Universidad de Yale aparece Luba fichado como un cuento de Arlt? La referencia remite a Nombre falso de RP y la referencia de RP Nombre falso remite a Arlt: Luba. Se trata para mí de un sueño realizado’.
[1] La interpretación de Respiración Artificial como una novela sobre la dictadura no es exclusiva de los críticos, sino más bien la interpretación más extendida. Ayer, por ejemplo, el diario El País así la describió.