domingo, 9 de noviembre de 2014

1983


Hace dos meses empecé un doctorado en la Universidad de Warwick, en el Reino Unido. Me vine porque me otorgaron una beca, pero también porque tenía un proyecto que, de una manera fragmentada pero coherente, vengo armando hace un tiempo y que empezó con una entrevista que le hice con Diego García a Beatriz Sarlo hace dos años, cuyo objetivo era dilucidar algunas cuestiones relacionadas con la revista Punto de Vista.
Uno de los temas que surgió en ese encuentro fue el de la figura de Alfonsín, “fue alguien capaz de hacer dos cosas que no nos imaginábamos -nos dijo Sarlo- ganarle al peronismo y enjuiciar a los militares” (idea que robé sin citar acá, me disculpo). Creo que esa respuesta surgió de una pregunta que le hizo Diego, quien es radical y con quien compartí mis iniciales años de militancia estudiantil. Diego fue y sigue siendo un gran maestro para mí, recuerdo nítidamente muchas de las cosas que me dijo, pero recuerdo especialmente una que en su momento me dejó perpleja: “mis viejos me hicieron creer que Alfonsín era Fidel Castro”. La manera en que estaba formulada esa oración dejaba entrever que Alfonsín no se parecía en nada a Fidel Castro, pero que al mismo tiempo, por alguna razón, se podía asociar al líder cubano.
La idea quedó dando vueltas en mi cabeza, Alfonsín era para mí alguien completamente desconocido, sabía tan sólo que no había sido tan malo como Menem, pero que había habido algo trágico en su gobierno, había escuchado en la adolescencia las frases “la casa está en orden” y “con la democracia se come, se cura y se educa”, sin saber del todo a qué se referían. Sabía también que mi mamá nunca le perdonó a mi papá haberla convencido de votar a Luder, con todo lo antiperonista que es mi mamá y, podría decirse, con todo lo antiperonista que es mi papá también. Paradójicamente, terminé acompañando a mis papás al velorio de Alfonsín en 2009, algo que no quise contar a muchos de mis amigos que en ese momento estaban viviendo un pleno fervor kirchnerista, convencidos de que la lucha contra el campo, Clarín y las corporaciones requería una fuerte toma de posición.
Se empezaba a formar otra imagen del ex presidente en mi cabeza, leí entonces el discurso de Parque Norte y mi investigación sobre Punto de Vista me llevó a leer trabajos sobre el Grupo Esmeralda, me llamó la atención la fascinación que tenía Alfonsín por los intelectuales. Pensé entonces que en la década del ochenta había pasado algo muy singular en la Argentina y que tal vez valía la pena indagar un poco más en las ideas que permearon las mentes de esa época. Armé mi proyecto sobre intelectuales en la transición democrática sin saber bien qué iba a hacer con eso, pero convencida de que iba a encontrar su lugar eventualmente. Una mezcla de suerte, esfuerzos personales y cierta pasión por el tema que había elegido determinaron que recibiera el 9 de mayo un email en el que quedaba claro que me estaban ofreciendo, como la tituló Diego, “una beca conicet de Europa”.
Antes de pisar tierras británicas, visité a mi abuela en Barcelona y aproveché esos días de vacaciones para leer un libro que había dejado por la mitad y que tanto Diego como otro amigo, Agustín Cosovschi, me habían recomendado fervientemente: Anatomía de un instante, un libro basado en ese momento teatral en que Adolfo Suárez, primer presidente electo de la democracia española post franquista, se mantiene erguido en su escaño cuando el coronel Tejero irrumpe en el recinto del parlamento para declarar un golpe de estado que resultaría fallido. Ese gesto de valentía, de “jugarse el tipo”, era un gesto heroico, un gesto simbólico de los que hacen la diferencia, no de los que son simbólicos gratuitamente.
De repente, me pareció que la transición española y la transición argentina eran diferentes, pero que también tenían muchas cosas en común. ¿O no había tenido que enfrentar Alfonsín también la presión, repetidas veces, de unos militares dispuestos a quebrar, una vez más, el régimen constitucional? Es más, Alfonsín, a diferencia de Suárez, había prometido que iba a enjuiciar a los militares y así lo hizo, Alfonsín era una figura mucho más impoluta que Suárez, pero que al mismo tiempo había tenido la fuerza y el carisma suficiente para hacer esas dos cosas impensables en la Argentina y para negociar y doblegarse cuando las circunstancias lo requirieron. Algunos gestos de genuflexión me parecen, hoy en día y a la distancia, mucho más heroicos que los gestos grandilocuentes.
Hoy escuché por primera vez un discurso entero de Alfonsín y entendí que 1983 fue un año en que todo parecía posible en Argentina, pero sobre todo parecía posible el sueño de la socialdemocracia, que no es sólo el sueño de la república, también es el sueño de la justicia social, de la tolerancia ideológica, del parlamentarismo. En ese momento pareció posible que un líder político pudiera convivir con la idea de que el estado estaba antes que el gobierno, y de que la sociedad entera estaba antes que el estado y no al revés.

Conozco el desenlace trágico de esa historia (¿qué ilusión utópica no termina en tragedia?), pero sin embargo, no puedo dejar de admirar algo de ese momento. Toda utopía revolucionaria inspira cierto entusiasmo, ninguna utopía revolucionaria puede llevarse a cabo por completo, pero siempre algo de ella persiste. Soy alfonsinista por adopción.