Recién llego a casa, me trajo mi papá, con su flamante auto
“década ganada”, como le digo yo.
Salgo todos los viernes a las 10 de la noche de dar clases
en una escuela de cerámica en Avellaneda. Para ir hasta allá en general me tomo
el 17 en la 9 de julio, me subo a las plataformas nuevas del metrobús y espero
el que viene vacío; todo el mundo dice que eso no es un “sistema” de
transporte, pero yo viajé en otras ciudades de Latinoamérica que lo tienen y
los encuentro parecidos. Las paradas quedan en la mitad de la avenida y me
gusta no tener que correr para cruzarla de una antes de que cambie el semáforo,
me ponía muy nerviosa eso antes. Una acumula pequeños nervios, uno tras otro,
durante el día.
En el trayecto hacia la escuela paso siempre por
Constitución, después Barracas, después el puente, después la Avenida Belgrano,
después la Mitre. Me encanta ese trayecto. Hoy pude fijarme un poco mejor en la
estación de tren de Constitución, me pareció un gran edificio. Siempre me
pregunto quiénes son los que habrán tenido la visión arquitectónica en algún
momento de hacer un gran edificio. La estación es imponente, tiene una entrada
en arco enorme, señorial casi. Me acordé de la Grand Central Station de Nueva
York, pensé en qué contextos tan lejanos se encuentran esas dos estaciones. La
nostalgia porteña tiene algo de eso: es como una nostalgia de lo genial que no
pudo ser, o de la genialidad ubicada en un contexto hostil, que la hace pasar
desapercibida.
Cuando el colectivo cruza la autopista ingresando en el
municipio un cartel tipo collage recibe a los viajantes. Tiene un color
celeste, casi turquesa, con fotos de Perón, de Evita, del monumento al
descamisado de Santoro, de Néstor, todas en chiquitito, flotando por el cartel,
como alegremente. Para el ojo atento también aparecen carteles de Massa o
Insaurralde, siempre acompañados de unos candidatos de esos que no aparecen en
la tele. Esos carteles que están más allá de la General Paz siempre me llamaron
la atención, casi que con ellos entrás en el universo degradado del diseño
gráfico, de las publicidades amateur, del photoshop con el que juntaron la foto
del candidato nacional con la del sin nombre municipal, ese que fue
construyendo su quintita de poder, para ser un poroto más de la bolsa de gatos
que es la política.
La provincia no es muy distinta de la capital, pero la
diferencia se siente, en el clima, en las calles, en la fisonomía. En
Avellaneda, por los alrededores de la escuela, no hay un solo bar para tomar un
café, hay una pizzería oscura amueblada con esas sillas de estructura de metal
y acolchado de plástico.
Una vez mi papá me dijo, hablándome de Morón: “la provincia
tiene todo lo malo de la capital y nada de lo bueno”. Siempre pienso en esa
frase cuando se me ocurre que podría hacer tiempo en el conurbano sur antes de
entrar a la clase y después me digo “no, mejor tomate un café en el centro,
aunque viajes parada”.
Hoy mi papá me pasó a buscar casi de sorpresa, me da a
veces vergüenza que caiga con su auto década ganada. Él lo entiende. A mi papá
no le gusta la ostentación, así nos enseñó a ser a mí y a mis hermanos. Vino a
la Argentina a los 19 años exiliado, cayó en Morón con un amigo y ahí la
conoció a mi mamá. Hace poco me dijo que se acordaba de cuando era chico, de
cuando estaba en contra de los lujos burgueses, me decía que ahora sentía que
realmente le gustaba su auto, me lo dijo casi con culpa.
Supongo me mi papá creía cuando era chico, como yo también
creí en algún momento, en esa idea de “hacer algo por el otro”, una idea que
involucraba el sacrificio por los demáss, una idea franciscana, casi religiosa.
Yo ahora pienso que sólo vale la pena sacrificarse por los suyos, si hay algo
de bien en el mundo es el que podemos hacer por los que tenemos más cerca.
Desprenderme de esa caridad fue también desprenderme de un sentimiento
megalómano y soberbio.
Miro mucho a la gente desde el colectivo, cuando pasé por
Constitución vi a dos chicos en un terreno baldío caminando con sus guardapolvos,
eran hermanos que caminaban de la mano, solos. Sé que mi vida probablemente
nunca se vaya a interceptar con la de ellos, no puedo hacer nada por ellos, ni
por gente que casi ni conozco, sólo me alegró verlos tomados de la mano, sentir
respeto por su hermandad y tratar de recrear, en algo, esa hermandad con los
míos.
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